Un campesino en Caracas

Noel ÁlvarezNoel Álvarez.- Como mencioné en el anterior artículo, llegué a Caracas en abril de 1975. El 20 de mayo de ese año cumpliría 16 años. Mi tío Regulo, hermano de mi madre, me alojó en su casa, en el bloque 8 de la UD2, en Caricuao. Su esposa, Cristina, una de las personas más bondadosas que he conocido, me adoptó inmediatamente como uno más de sus hijos. No sé por qué nunca pudo aprenderse bien mi nombre y optó por llamarme “Inoel”. Yo acepté ese apodo cariñosamente.

Caracas no me recibió muy bien, ya que el primer día que salí con mi tía, ocurrió un hecho que jamás olvidaré. Mi tío Regulo y su esposa prestaban servicios en el INAVI. Ella cobraba su sueldo en una taquilla de ese instituto, ubicada en el bloque 40 del 23 De Enero. Fuimos allí en busca de su paga. Mi tía se formó en la cola y yo me quedé parado al borde del pasillo, en la planta baja. No habían pasado ni 10 minutos cuando de repente cayó a mis pies una mujer que se había lanzado desde la azotea del bloque. Jamás olvidaré el golpe seco del cuerpo al chocar contra el suelo y el rictus agónico de la señora. Salí corriendo sin rumbo fijo, menos mal que mi tía me alcanzó y me abrazó. Pasé varias semanas sin lograr conciliar el sueño: cuando cerraba los ojos, rememoraba el sonido del cuerpo chocando contra el piso.

A pesar del incidente suicida, mi tía tuvo la entereza de llevarme a hablar con sus amigos para que me consiguieran trabajo. Por tratarse de una amiga, hicieron una excepción conmigo debido a mi edad. Los señores tenían cuadrillas de obreros que trabajaban por contrato para el INAVI. Operaban desde un vivero de la institución ubicado frente al bloque 37 del 23 De Enero. Inmediatamente me contrataron. Cada cuadrilla estaba compuesta por unas 30 personas aproximadamente. Sus labores habituales consistían en limpiar las instalaciones y los alrededores de los bloques y casas construidos por el INAVI. Así recorrimos los bloques y casas del 23 De Enero, Casalta, la Bombilla, Coche, el Valle, Santa Eduvigis, la Cota 905, las Acacias y otros que se me escapan de la mente.

Todos los días a las 7 am nos montábamos en un camión volquete, conocido como volteo en Trujillo, y salíamos a limpiar las edificaciones. Nuestras herramientas de trabajo eran botas y bolsas plásticas, rastrillos, carretillas, guantes y machetes. La mayoría de los bajantes de los bloques estaban destruidos, por lo que la basura era arrojada a la parte trasera de los bloques. Desde allí teníamos que recogerla; limpiábamos las alcantarillas y cortábamos el monte de los alrededores. Mientras desbrozaba el monte, yo pensaba: “Parece que nunca podré separarme del machete. Salí de Trujillo para dejar de trabajar con él, y aquí me tienes, de nuevo caí en sus redes”.

A pesar de todas las dificultades vividas en ese trabajo, también hubo incentivos que no puedo dejar de reconocer. Yo venía de ganar 3 bolívares diarios en el trabajo con mi hermano, y de la noche a la mañana, un astronómico sueldo de 700 bolívares mensuales entró en mis bolsillos. Esa suma equivalía a unos 162 dólares. Aquello fue una locura, no sabía qué hacer con tanto dinero. Compré ropa, zapatos, ayudé a mi tía y finalmente pude darles dinero a mis padres. Sin embargo, la temporalidad de las cosas buenas es un hecho irreversible; el trabajo en las cuadrillas solo duraba 2 meses y luego se tenía que cumplir un período de cesantía de otro par de meses.

De mi experiencia en las cuadrillas de trabajo, tengo muchas anécdotas, algunas gratas y otras no tanto. Mientras trabajábamos en los barrios, los malandros cuidaban de nosotros y nos ofrecían alimentos. Juan Ramón, el contratista, siempre mencionaba que en su grupo solo tenía 4 obreros eficientes: 3 viejos y un muchacho; este último era yo.

Para concluir este escrito, comparto una anécdota humorística. En el primer día de trabajo, nos llevaron a limpiar las alcantarillas del barrio San Antonio, en el Valle. Nos entregaron palas, rastrillos y alguna que otra carretilla. Con mucho ímpetu, comencé mis labores. De reojo noté que el caporal no perdía detalle de mi trabajo. Nervioso por sentirme el centro de sus miradas, trabajé aún más intensamente. Hacia el mediodía, el jefe me llamó aparte del grupo para decirme que aquel contrato debía durar 2 meses y que yo pretendía terminarlo en un día. “Hágase el loco por allí, como hacen todos”, me ordenó.

 

@alvareznv

 

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